lunes, 25 de julio de 2016

El que espera, desespera. Segunda parte.

El que espera, desespera. Siempre es igual. Ya lo escribí hace mil años y vuelve a suceder lo mismo. Mi vida es un continuo "loop", donde sigo haciendo lo que afirmé que nunca volvería a hacer.

Vivir es aprender, sí, pero a mí me cuesta que ese aprendizaje realmente se haga carne. Me cuesta mucho. Sigo apostando, sigo esperando, sigo pensando, sigo creyendo. Creo TODO lo que dicen los hombres: creo si me dicen que me llamarán, creo si me dicen que me escribirán, creo si me dicen que les gusto. También creo todo lo que me dicen las mujeres pero, en ese sentido, somos literales: si decimos que haremos algo, en un 99% lo haremos (dejo ese 1% porque siempre puede pasar algo realmente grave que nos impida cumplir).

¿Cómo hago para dejar de creer? ¿Para no tener expectativas? ¿Para tomar naturalmente un "obvio que te llamo" y no darle ningún poder sobre mí y mis emociones? ¿Hay alguna receta?

Quizás el único secreto es nacer hombre.

miércoles, 20 de julio de 2016

Los sueños, ¿cumplen los deseos?



Los sueños parecieran cumplir, a veces, aquello que no puedo materializar. Siempre pensé que eso no sería posible pero sí, funciona, no todo el tiempo, pero funciona. Obvio que, al despertar, me siento bien, contenta, realizada. Con el correr del día el recuerdo del sueño me hace esbozar una sonrisa pero, eventualmente, ese ímpetu inicial se pierde. Supongo que esto sucede porque la experiencia no es real, a pesar de que, según dicen, para la mente no hay diferencia entre el sueño y la realidad.

Sin embargo, no es suficiente haberlo “soñado”, por más “real” que se haya sentido. Ayuda a apaciguar la mente, a relajar el espíritu, a empezar el día con la esperanza de que sí puede ser, de que se puede cumplir, de que no es inasible. Esto dura más o menos 24 hs.; pasado este tiempo el círculo se cierra y volvemos al punto cero, allí donde todavía no existió en el plano material aquello que el plano etéreo se atrevió a desarrollar.

Por esto pienso que los sueños, aunque aparentemente cumplen los deseos, son su pálida proyección. Sólo logran retrasar la frustración del deseo incesante por obtener aquello que, a pesar de todo, estoy destinada a querer.

Las desilusiones

Las desilusiones son las madres de la inspiración, creo; al menos es así en mi caso. Y son tantas que, para el día de la Madre, se arma un revuelo bárbaro porque todas quieren ser visitadas primero. Tomar la decisión es lo más difícil; últimamente lo hemos logrado resolver de una manera no muy feliz pero, no por eso, menos efectiva: hacemos un sorteo. Como entre ellas desconfían hasta de la legitimidad del azar, tengo que llamar a algún amigo o familiar para que sea testigo (una vez intentamos contratar un escribano público pero sus honorarios eran siderales, y además consideró inútil certificar el proceso cuando vio que las protagonistas eran ellas: "Siempre encontrarán algo que objetar", sentenció).

Es verdad que hay muchas personas que se inspiran en lo más lindo de la vida pero yo lo he intentado y no he logrado escribir más que cursilerías o clichés, ¿será que me hecho adulta? Es por esto que, aunque no me gusta aceptarlo, agradezco a las desilusiones por ser las que me ayudan a escribir, por ser las disparadoras de estos textos que, a veces, son las vías para descargar las penas y hacerlas más llevaderas.

Igual me gustaría que no sigan visitándome más. Chicas: son libres.

Allí (escrito el 2 de enero de 1997)

Allí donde emergen los silencios ocultos
Allí donde fluyen las lavas hirvientes
Allí donde la oscuridad se tiñe de negro
Allí te espero.
Allí, en los confines de fronteras ausentes
Allí, en los misterios de hechizos secretos
Allí, en los milenios que brillan nacientes
Allí te espero.
Allí donde el mar embravece sus aguas
Allí donde la música se torna recuerdo
Allí donde el viento acelera su furia
Allí te espero.
Allí, en los ruidos de selvas perdidas
Allí, en las pisadas de viejos colonos
Allí, en las neblinas de orcas mordidas
Allí te espero.
Allí donde la tierra gravita en su centro
Allí donde el miedo escribe la historia
Allí donde el amor se vuelve eterno
Allí, en los abismos que evitan la muerte
Allí, en los laberintos que buscan respuestas
Allí, en los lugares de las hierbas frescas
Allí te espero.
Aún.

Mediterráneo

El silencio del Mediterráneo acaricia las playas
Azul el cielo, azul el agua
Azul las puertas y ventanas de las casas bajas

Un solo caminante se adueña de los barcos
Y de los sueños ajenos que son más que propios
Un mundo callado rodea los mástiles de las velas blancas

Gracias a la angustia y al rivotril

Resulta que mi terapeuta tiene la loca teoría de que, cuando nos angustiamos, debemos agradecer esos síntomas que vienen a nosotros a hacernos rever algunas cosas aún pendientes de resolver. En mi caso, cuando me angustio, habitualmente no pienso en agradecimientos sino más bien me vienen a la mente preguntas del estilo “¿Por qué a mí?”, “¿Qué hice yo para merecer esto?”, “¿Por qué me pasa de nuevo si ya lo hablé en terapia?” Esta misma terapeuta también me enseñó a no cuestionarme esos momentos de angustia, es mejor tratar de relajarme y de dejarlos pasar: más me resisto, el asunto más persiste. No sé por qué pero tampoco puedo relajarme y dejar que la zozobra me atraviese cual rayo de sol en el vidrio.

No importa; en realidad, siempre hay un rivotril por ahí dispuesto a sacarme de la situación lo más ilesa posible; ella también dice que tomar psicotrópicos esconde los síntomas y su posibilidad de entenderlos para así elaborar el cuadro real que hay detrás de toda esta parafernalia sintomática. A veces me rehúso a caer en la tentación del rivotril, me digo que puedo salir adelante, que no necesito que nada externo me ayude, y es verdad que lo hago utilizando mis propios recursos. Otras veces tengo el presentimiento de que no habrá caso y de que lo deberé tomar, total, si es la primera vez en dos meses que tomo ese 0,5: pero lo tomo con culpa.

Puedo decir que hay dos temas aquí: uno es el agradecimiento a la angustia como catalizador del problema, como señal luminosa que indica que el problema de fondo aún no se resolvió, un agradecimiento que cuesta hacer porque, mientras se está sufriendo ese “ataque de ansiedad” hay pocas posibilidades de pensar con claridad. El otro es el cuestionamiento al rivotril como facilitador: viene a ser la grúa que nos saca del pozo en el que nos quedamos estancados. Quiero, en un futuro no muy lejano, ser agradecida con la angustia y con el rivotril: si agradezco a la primera, podré reducir su presencia a la mínima expresión y, si agradezco al segundo, dejaré de sentir culpa y me reconoceré humana.

"La suerte de la fea...

... la bonita la desea". Así rezaba un dicho que mi mamá me repitió muchas veces en mi primera adolescencia. Yo me imaginaba que, al llegar a la juventud, iba a ser una poderosa empresaria y las lindas iban a verme desde el subsuelo; mientras todo el éxito iba a ser mío ellas iban a seguir siendo lindas pero no admiradas.

Demás está decir que ese "refrán" me marcó de una manera no positiva, digamos, durante buena parte de mi vida. Es más, el día de hoy todavía tengo dudas de mi verdadera belleza (interior, por supuesto, si no, no estaríamos hablando). Esto no puedo endilgárselo sólo a mi madre, hay que agradecer también a las revistas, la televisión y, en resumen, a todos los medios de comunicación en general, y además a los hombres quienes, aunque se casen con chicas "normales", viven baboseándose por las bonitas (agradezco, asimismo, a mis compañeritas de primaria y secundaria quienes se encargaron de hacerme sentir "fea" siempre que tuvieron oportunidad).

Fea o no, el no tener "suerte" con los muchachos reforzó el concepto del refrán. Siempre que iba a bailar, "planchaba"; el único que me sacaba era un chico tan "feo" como yo, que era cool porque su familia era rica: obvio que era su última opción y él también la mía, por eso bailábamos siempre a la hora de los lentos, es decir, tipo 5 a.m.; como ambos conocíamos nuestra limitaciones "bellísticas" no nos recriminábamos nada ni tampoco nos proponíamos nada excepto no ser los únicos sin bailar a esa hora. Para esto, yo estaba en el boliche desde la 1 a.m. planchando y acumulado la ropa en un canasto que estaba en la esquina (es una forma de decir, por supuesto).

Mudarme de ciudad tampoco ayudó; mejorar la puntería, menos. Mi verdadero obstáculo era poner la mira en los muchachos que de ninguna manera iban a darme bolilla: ¿cuándo un chico lindo le dio bola a una chica fea? NUNCA, bah, sólo en las películas, y todos sabemos que cuando terminan el chico regresa a los brazos de su novia linda. Obvio que hay excepciones pero sólo son eso. Siempre me pregunté por qué no podían gustarme los chicos que debían gustarme, es decir, aquellos que la sociedad decía que eran mi "perfect match"; pero las feas hemos creído en La Cenicienta desde los 4 años y hemos esperado a ese bombón de príncipe desde que tenemos memoria: lo que nos olvidábamos es que Cenicienta era rubia, de ojos celestes, de cuerpo perfecto y voz angelical (gracias, Walt).

En síntesis: es mentira que las lindas nos envidian la suerte, es mentira porque ellas tienen más suerte que nosotras: son halagadas, admiradas, piropeadas y tienen la tarjeta del baile llena de pretendientes. He dicho.

sábado, 9 de julio de 2016

Volver a ser esa que no recordaba

El Tinder me hizo sentir deseada, levantó mi autoestima. Hizo que pensara que era más bella de lo que realmente era. Hizo que tenga expectativas, que espere que algo suceda, que sueñe con que me va a tocar a mí la suerte de conocer a alguien que sí valga la pena y que sí me haga "cerrar" esa aplicación.
Sí conocí (o al menos, creí conocer) a alguien por quien cerrar esa aplicación. Pero es como todo: el espejismo se desvanece a medida que nos acercamos a él. No hubo promesas ni juramentos ni nada de nada, diría Luis Miguel, pero tampoco es necesario para que mi mente haga un sinfín de especulaciones y elabore, sin necesidad y sin sentido, hipótesis y situaciones. "Si me presentó al papá es porque quiere verme otro día" es mentira. Me presentó al papá porque estaba justo ahí, en esa casa, nada más.
Me pregunto qué es lo que me impide, en esta nueva soltería, ser igual que los hombres. Saciar mi apetito y ya. Olvidar. Dejar ir. Soltar. Disfrutar del momento y no pensar en el después. Ahora me toca luchar con la necesidad de no escribir para no quedar expuesta, de no decir lo que realmente siento para no quedar pesada, para que de una vez por todas el otro sea el que dé el primer paso y no quede yo tan en evidencia.
Conocí sí a alguien por quien cerrar esas aplicaciones y me he dado cuenta que esa persona soy yo. Suponía que era más inteligente pero sigo siendo la misma enamoradiza que cree todo lo que le dicen y que, después, no entiende qué pudo haber pasado entre el último mensaje y dos días de silencio, ¡si estaba todo bien! Si le gusto, si me gusta, ¿por qué entonces no me escribió más? No estoy para estas preguntas en este momento de mi vida.
Necesito y disfruto el buen sexo y los besos largos y profundos, pero también necesito que, al despedirnos, no me den un beso en la mejilla.